Un niño de ocho años escribió en una consigna escolar que su casa era un lugar de miedo. No lo dijo ante un juez, no lo dijo con palabras técnicas ni en un espacio especialmente diseñado para denunciar. Lo dijo donde pudo, como pudo, en una institución en la que todavía confiaba. Días después, fue asesinado por su padre. La tragedia no admite simplificaciones ni lecturas individualizantes: interpela de lleno al modo en que el Estado procesa -o deja pasar- las señales que la infancia emite.
Desde una perspectiva jurídica de niñez, ese dato no es accesorio ni meramente conmovedor. Es una señal jurídicamente relevante. El derecho argentino, en clave constitucional y convencional, reconoce de manera expresa el valor de la palabra de niñas y niños, no como un gesto simbólico, sino como un insumo central para la protección integral. El derecho a ser oído no se agota en la posibilidad de hablar: exige que lo dicho tenga consecuencias institucionales.
Aquí conviene hacer una precisión que no es menor. No estamos frente a un vacío normativo ni ante una carencia de herramientas legales. El sistema de protección integral, la jerarquía constitucional de los tratados de derechos humanos y el principio de corresponsabilidad estatal ofrecen un marco suficiente para intervenir tempranamente cuando un niño expresa temor en su ámbito familiar. El problema no es la ley. El problema es la distancia entre el reconocimiento jurídico y su traducción efectiva en prácticas institucionales.
Las instituciones educativas ocupan un lugar clave en este entramado. No porque deban asumir funciones judiciales, sino porque constituyen uno de los espacios donde la infancia se manifiesta con mayor espontaneidad. Palabras, dibujos, silencios, conductas: todo ello forma parte de un lenguaje que el derecho de niñez reconoce como significativo. Para que esas expresiones no queden neutralizadas, el Estado debe garantizar políticas públicas que acompañen a las escuelas: formación, equipos interdisciplinarios, circuitos claros de actuación y respaldo institucional efectivo.
Cuando esas políticas no existen o son débiles, la escucha queda librada a la sensibilidad individual y la intervención se vuelve incierta. El resultado es conocido: señales detectadas pero no procesadas, alertas que no se transforman en acciones, derechos que existen pero no operan. Y en ese punto, la infancia vuelve a quedar sola.
Desde una mirada constitucional, este tipo de fallas no son neutras. La protección de niñas y niños no es una política sectorial ni una cuestión optativa: es una prioridad estatal que compromete recursos, articulación y presencia territorial. Cuando el Estado se retira o actúa de manera fragmentada, no solo incumple una obligación jurídica, sino que reproduce una lógica peligrosa: la de considerar la violencia intrafamiliar como un asunto privado, aun cuando las señales ya ingresaron al espacio público.
Este caso expone con crudeza esa tensión. El niño habló. La institución recibió el mensaje. El derecho estaba disponible. Lo que faltó fue una respuesta estatal capaz de integrar esa señal en un circuito de protección oportuno. No hubo falta de palabras, hubo falta de traducción institucional.
La infancia no requiere interpretaciones sofisticadas para ser protegida. Requiere instituciones capaces de tomar en serio lo que se dice en tiempo real. Cuando una señal clara no activa una respuesta estatal adecuada, no estamos frente a un error individual, sino ante un déficit estructural en la forma en que el Estado asume su obligación de cuidado.
