“En América Latina, el 60 y 70% de las canastas familiares proviene de pequeños productores, campesinos de la agricultura étnica y familiar”


Referente en América Latina cuando se habla de derechos campesinos y sistemas agroalimentarios, Carlos Duarte tiene una trayectoria estrechamente vinculada a las organizaciones rurales de Colombia que lo llevó a ser designado presidente-relator de la comisión de expertos en el Grupo de trabajo sobre los derechos de los campesinos y otras personas que trabajan en zonas rurales de la Organización de las Naciones Unidas (ONU). Profesor en la Universidad Javeriana de Cali, acompañó de cerca a organizaciones campesinas colombianas en la construcción de políticas públicas y en sus vínculos con el Estado.

Desde su mirada, transformar los sistemas agroalimentarios requiere poner en el centro a las comunidades rurales, que siguen enfrentando barreras estructurales, migraciones forzadas y la criminalización de sus líderes. «Quizás la gran transformación del siglo XXI consista en repensar nuestra relación con la naturaleza y con el trabajo», plantea Duarte. Los sistemas agroalimentarios campesinos “permitirían avanzar hacia una dinámica de transformación y recuperación progresiva de los ecosistemas productivos”.

“En América Latina, el 60 y 70% de las canastas familiares proviene de pequeños productores, campesinos de la agricultura étnica y familiar”

– En este escenario, ¿cuáles son las principales barreras políticas y estructurales que dificultan la construcción de un programa agroalimentario popular en América Latina y el Caribe?

– Las principales barreras estructurales para construir un programa agroalimentario popular en América Latina tienen que ver, en primer lugar, con la enorme vulnerabilidad de los productores y las comunidades campesinas. Esa vulnerabilidad se sostiene sobre una distribución de la tierra profundamente desigual: muchos campesinos producen alimentos en predios de menos de dos hectáreas, con escaso acceso a tecnología, servicios y asistencia técnica.

Otra barrera central es la estructura agrologística de los países, pensada para favorecer encadenamientos largos y mercados de escala. Esto expone a los productores locales a competir con alimentos importados a precios más bajos, lo que muchas veces los empuja a la quiebra.

También persisten mercados muy concentrados, donde unas pocas grandes cadenas controlan la comercialización, sobre todo en las ciudades, lo que genera una competencia muy desigual. A esto se suma la enorme brecha entre el mundo rural y las ciudades, tanto en infraestructura como en acceso a servicios básicos. Finalmente, el actual modelo de consumo genera grandes volúmenes de desperdicio y no existen políticas eficaces para gestionar esos residuos y aprovechar mejor la producción local.

– ¿Quién controla hoy lo que comemos y cuáles son las principales disputas de poder que enfrentan los movimientos populares frente a las corporaciones agroalimentarias?

El sistema alimentario global es complejo y diverso, pero en términos generales está organizado en grandes circuitos internacionales de producción, comercialización y consumo, fuertemente transnacionalizados en las últimas décadas. Estos circuitos largos, dominados por pocas corporaciones, giran en torno a commodities estratégicos como los granos, que ocupan un lugar central en las dietas de la mayoría de los países, a costa de reducir la diversidad alimentaria global.

Sin embargo, en paralelo existen circuitos cortos y locales que tienen un peso enorme en la alimentación diaria. En América Latina, entre el 60% y el 70% de las canastas familiares proviene de estos circuitos cortos, sostenidos principalmente por pequeños productores, campesinos de la agricultura étnica y familiar.

– ¿Cómo pueden los movimientos populares incidir de manera efectiva en la formulación de políticas públicas alimentarias?

– Los movimientos populares de América Latina vienen ganando un papel cada vez más protagónico en la defensa de sus derechos y del derecho a la alimentación. Un punto clave es la Declaración de las Naciones Unidas sobre los Derechos de los Campesinos y otras personas que trabajan en zonas rurales que resume gran parte de las luchas campesinas y populares de las últimas dos décadas y es una herramienta fundamental para exigir políticas que protejan sus derechos, promuevan la soberanía alimentaria y resguarden la biodiversidad.

Es fundamental que las propias comunidades campesinas conozcan esta declaración y la hagan valer. También es clave que los países profundicen y fortalezcan los espacios de participación política real para las organizaciones campesinas, para que puedan influir efectivamente en las políticas públicas y lograr que muchas de las iniciativas dispersas que existen hoy en día tengan mayor impacto territorial.

– En términos generales, ¿qué análisis hace de la actualidad del sector campesino en América Latina?

El campesinado latinoamericano es hoy uno de los movimientos sociales más activos del mundo. Ha jugado un papel clave en la construcción histórica de los Estados nacionales y ha resistido escenarios adversos que, en más de una oportunidad, pronosticaban su desaparición ante el avance de la agroindustria.

Hoy el campesinado no solo se mantiene, sino que se reconstruye, se reinventa y se vuelve un actor fundamental para articular luchas que muchas veces aparecen desconectadas: la lucha contra el hambre, la defensa del ambiente, la superación de la pobreza y el ordenamiento territorial rural. Todos estos temas tienen como punto de encuentro al campesinado, que sigue siendo un pilar central en la discusión sobre el presente y el futuro de América Latina.